Durante muchos siglos, una gran parte de quienes entraban como monjes y monjas en los claustros no lo hacían por verdadera vocación religiosa, sino porque esta era una de las pocas formas que un individuo tenía de escapar de la miseria que atenazaba a la mayor parte de la sociedad; allí dentro el sustento estaba garantizado; las comodidades, aun con la austeridad y la disciplina reinante eran muy superiores a las que había extramuros.
En otros casos, el ingreso en el recinto monacal había sido una obligación prácticamente ineludible: hijos menores varones de familias con buen o mediano pasar, pero en las que el patrimonio no daba para todos, y la otra opción, la de la milicia, era menos halagüeña y, desde luego, más azarosa; mujeres jóvenes a las que no se podía casar por falta de atractivo físico, pero con más frecuencia por falta de dote, entonces imprescindible, o viudas que eran “obligadas” a recluirse para salvar su buen nombre…
Y claro, es lógico que ante esa falta de auténtica motivación religiosa muchas de esas personas enclaustradas soportaran mal el ascetismo que está en la raíz del monacato. La sexualidad siempre estuvo para la Iglesia tiznada de pecado si no se encaminaba directamente a la procreación, así que lógicamente, en ese restringido grupo social de la vida religiosa, tales desahogos no sólo estaban expresamente prohibidos, sino castigados con penas físicas y espirituales; claro que también es propio del catolicismo el divino poder de perdonar los pecados, con lo que siempre se puede empezar de cero…