CIUDAD DEL ESTE (realidades, por Redacción) Durante siglos, la sociedad ha dictado que la fragilidad es un defecto, una marca de debilidad que debe ocultarse para sobrevivir en un mundo implacable. La crianza de generaciones anteriores promovía la dureza emocional, donde mostrar vulnerabilidad era sinónimo de fracaso. Sin embargo, en la actualidad, hemos comenzado a comprender que la verdadera fortaleza radica en aceptar nuestras emociones, procesarlas y sanar aquello que nos lastima.
En la antigua Esparta, la educación de los niños se basaba en la resistencia extrema. Desde pequeños, se les sometía a pruebas físicas y mentales que erradicaban cualquier signo de debilidad. Para ellos, ser fuerte significaba ocultar el dolor, un modelo que si bien aseguraba eficacia en la guerra, limitaba el desarrollo emocional y la empatía.
Con la Revolución Industrial, la resiliencia se convirtió en una necesidad. Niños y adultos trabajaban jornadas extenuantes sin derechos ni protección, donde expresar cansancio o sufrimiento no era una opción. El silencio ante la adversidad era considerado madurez y responsabilidad.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados regresaban con traumas psicológicos profundos, pero la sociedad esperaba que simplemente los superaran sin mostrar signos de debilidad. No fue sino hasta décadas más tarde que el reconocimiento del trastorno de estrés postraumático (TEPT) permitió entender que negar el dolor no es fortaleza, sino una carga que, sin procesarse, termina afectando generaciones futuras.
Hoy, el avance de la salud mental nos ha permitido replantear el concepto de fragilidad. La psicóloga Mónica Bello cuestiona por qué etiquetamos a los jóvenes como “frágiles” cuando, en realidad, su vulnerabilidad refleja las heridas no resueltas de generaciones anteriores. La incomprensión adulta, el bullying y el ciberacoso han escalado, generando en los adolescentes un profundo sentimiento de aislamiento. La verdadera pregunta no es si los jóvenes son débiles, sino si los adultos tienen el coraje de mirar dentro de sí mismos y sanar sus propias fracturas.
Las generaciones actuales no son de cristal: son conscientes. Reconocen que el dolor no se supera negándolo, sino enfrentándolo con compasión. El cristal no se quiebra por su fragilidad, sino por los golpes que recibe. Solo aprendiendo a ser gentiles con nosotros mismos podremos acompañar a los jóvenes en su desarrollo emocional y construir un mundo donde nadie tenga que esconder su humanidad para sobrevivir.