CIUDAD DEL ESTE (reflexión) El día que Lucas dejó de buscar a su padre fue el día en que comenzó a encontrarse a sí mismo. A sus 14 años, su única obsesión era descubrir quién era ese hombre al que nunca conoció. Su madre siempre le decía que era “mejor así”, pero él no podía aceptarlo. Veía a sus amigos compartiendo momentos con sus padres y sentía un vacío que le ardía en el pecho. Cada vez que alguien mencionaba a su padre, bajaba la mirada o apretaba los dientes, porque solo tenía preguntas sin respuestas.
Un día, mientras revisaba viejas fotos y documentos, encontró una dirección escondida en un sobre dentro de un cajón. Sin avisar, caminó hasta aquella casa deteriorada, donde un hombre de mirada apagada y olor a alcohol le preguntó: “¿Eres Lucas?” Al asentir, el hombre suspiró y dijo sin emoción: “Yo no pedí esto… tu madre decidió tenerte.” Luego entró sin más, sin un abrazo, sin una explicación.
Lucas no lloró ahí. Solo caminó de regreso en silencio. Pero esa noche, al mirarse al espejo, sintió que algo dentro de él se rompía… o despertaba. Entendió que no podía seguir persiguiendo a alguien que había elegido no estar. No iba a desperdiciar su vida buscando a quien lo rechazó.
En la semana siguiente, se cortó el cabello él mismo, comenzó a trotar por las mañanas, se inscribió en talleres gratuitos y aprendió diseño digital en una vieja computadora. No lo hizo para que alguien lo notara, sino para demostrarse a sí mismo que no estaba roto, que no era un error, que podía reconstruirse sin depender de piezas ajenas.
Hoy, Lucas sigue sin tener un padre, pero tiene algo más valioso: carácter, disciplina, claridad. Se mira al espejo sin vergüenza, no porque no le haya dolido, sino porque decidió no quedarse atrapado en ese dolor.
A veces, el abandono no te destruye… te enseña a no suplicar por lo que debiste recibir sin pedirlo.