CIUDAD DEL ESTE (Reflexión, por Esteban Roa) Mi papá no terminó la primaria, no recibió un abrazo, ni le dijeron “te quiero”. En su infancia no hubo momentos de ternura ni palabras que alimentaran su alma. Aprendió a trabajar antes de aprender a amar, forjando su carácter a través del esfuerzo y la resistencia, sin el consuelo de un abrazo, sin el refugio de un “te quiero”.
Mi papá no pudo soñar con ser el héroe de un cuento, porque nunca hubo tiempo para jugar, ni alas para volar. Creció en un mundo donde las responsabilidades eclipsaban la fantasía, donde las risas eran silenciadas por la realidad implacable. No había palabras dulces, ni desayunos de figuritas, ni tardes de cine. Las palomitas, los paseos, los besos y los lienzos eran sueños lejanos, ausentes en su vida.
Mi papá no creció, aunque nunca lo reconocerá. Sé que se quedó ahí, en ese rincón de su infancia, esperando lo que nunca le fue dado. Su corazón cargó con la ausencia de afecto y la falta de ternura. Y aunque mil veces me he quejado porque me ha faltado, porque sus manos rudas no supieron siempre cómo abrazar, sé que ha hecho lo posible por darme más de lo que un día recibió.
En su mirada se refleja el esfuerzo de un hombre que ha luchado contra la adversidad, que ha intentado romper el ciclo de carencias que marcó su vida. Mil veces más, ha intentado brindarme todo lo que a él un día le fue negado. Y aunque a veces sus abrazos tardan en llegar, y las palabras de cariño son escasas, entiendo que su amor se manifiesta en cada sacrificio, en cada día de trabajo duro, en cada gesto silencioso.
Mi papá es un héroe sin capa, un guerrero de la vida real, cuyo amor se expresa en la fortaleza y el sacrificio. Y aunque nunca creció en los cuentos de hadas, en su realidad me ha enseñado la importancia de luchar, de perseverar, y sobre todo, de amar a pesar de las heridas del pasado.