CIUDAD DEL ESTE (Reflexión, tomada de la red) Cuentan que un taxista de Nueva York llegó a la dirección desde la que habían solicitado sus servicios y tocó el claxon.
Después de esperar unos minutos volvió a tocar el claxon.
Como esa iba a ser la última carrera de su turno, pensó en marcharse, pero en su lugar, estacionó el automóvil y caminó hacia la puerta y llamó…
“Un minuto”, respondió una frágil voz de anciana.
El taxista oyó algo que se arrastraba a través de la puerta.
Después de una larga pausa, la puerta se abrió.
Una pequeña mujer de unos 90 años estaba de pie ante el taxista.
Llevaba un vestido estampado y un sombrero con un pequeño velo, como alguien sacado de las películas de los años 40.
A su lado había una pequeña maleta de nylon.
El apartamento parecía que no había sido habitado durante años.
Los muebles estaban cubiertos con sábanas.
No había relojes en las paredes, ningún chisme ni utensilio en los mostradores.
En el rincón había una caja de cartón llena de fotos y cristalería.
“¿Sería tan amable de llevarme la maleta al coche?”, dijo.
El taxista llevó la maleta al taxi y regresó para ayudar a la anciana.
Ella se agarró a su brazo y lentamente caminaron hacia la acera.
La anciana no paraba de agradecer la amabilidad del taxista.
“No es nada”, le dijo, “Solo intento tratar a mis clientes del modo en que me gustaría que trataran a mi madre”.
“Oh, usted es un buen muchacho”, dijo ella.
Cuando se metieron en el taxi, ella le dio una dirección y entonces le preguntó al taxista:
“¿Le importaría llevarme por el centro?”
“No es el camino más corto”, respondió rápidamente el taxista.
“Oh, no me importa”, dijo ella, “No tengo ninguna prisa. Voy de camino a un hospicio”.
El taxista miró por el retrovisor.
Los ojos de la anciana brillaban.
“No me queda familia ninguna”, prosiguió con una suave voz. “El médico dice que no me queda mucho tiempo.”
El taxista extendió el brazo lentamente y paró el taxímetro.
“¿Qué ruta quiere que tome?”, preguntó.
Durante las siguientes dos horas, dieron vueltas por la ciudad. Ella le enseñó al taxista el edificio donde años atrás había trabajado de ascensorista.
Pasaron por el barrio donde ella y su esposo había vivido de recién casados.
La anciana le hizo parar frente a un almacén de muebles que una vez había sido un salón de baile en el que ella había bailado de niña.
Algunas veces, la anciana le pedía que aminorara la marcha enfrente de algún edificio o esquina en concreto y se sentaba mirando fijamente en la oscuridad sin decir nada.
Cuando el primer esbozo de los rayos de sol aparecían por el horizonte, ella dijo de repente:
“Estoy cansada. Vámonos ya”.
El taxista condujo en silencio hacia la dirección que ella le había dado.
Era una edificio bajo, como un pequeño sanatorio, con una camino de entrada que pasaba por debajo de un pórtico.
Dos camilleros salieron tan pronto como pararon.
Eran solícitos y resueltos, observando cada movimiento de ella.
Debían de haber estado esperándola…
El taxista abrió el maletero y llevó la maletita hasta la puerta.
La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas.
“¿Qué le debo?”, preguntó buscando en el monedero.
“Nada”, dijo el taxista.
“Por favor, tiene que ganarse la vida”, respondió ella.
“Hay más clientes”, respondió el taxista.
Casi sin pensar, el taxista se inclinó y le dio un abrazo.
Ella se abrazó a él fuertemente.
“Usted ha dado a una vieja un pequeño momento de alegría”, dijo ella. “Gracias”.
El taxista caminó hacia la tenue luz de la mañana…
Detrás de él se cerró una puerta.
Fue el sonido del cierre de una vida.
El taxista no recogió ningún cliente más en aquel turno.
Condujo sin dirección alguna sumido en sus pensamientos. Durante el resto de aquel día, apenas pudo hablar.
¿Qué hubiera ocurrido si a aquella señora le hubiese tocado un taxista furioso o impaciente por terminar el turno?
¿Qué hubiera ocurrido si él se hubiera negado a hacer la carrera o si solo hubiese tocado el claxon una vez y se hubiera marchado?
Entonces pensó que no había hecho nada más importante que aquello en su vida.
Estamos condicionados a pensar que nuestras vidas giran alrededor de grandes momentos.
Pero los grandes momentos muchas veces nos pillan desprevenidos y por sorpresa, envueltos maravillosamente en lo que otras personas considerarían un momento sin importancia.