CIUDAD DEL ESTE (Reflexión, por redacción) En un rincón escondido de la ciudad, había un pequeño restaurante que se destacaba por sus deliciosos platillos y su ambiente acogedor. Hace diez años, Ernesto, un joven sin estudios gastronómicos ni experiencia en cocina, llegó a buscar empleo. Con una actitud humilde y ansias de aprender, se presentó ante los dueños del restaurante, quienes decidieron darle una oportunidad.
Durante los primeros meses, Ernesto se dedicó a las tareas básicas: cortar verduras, limpiar pisos, lavar platos y ollas. Aunque su trabajo era arduo y aparentemente sencillo, Ernesto ponía todo su empeño y entusiasmo en cada tarea. Poco a poco, comenzó a observar el trabajo del chef, admirando cada movimiento y técnica que utilizaba. Su interés por la cocina crecía día a día, pero había un obstáculo: el chef.
El chef era una persona mezquina y arrogante, alguien que creía que su conocimiento y habilidades eran irremplazables. No permitía que nadie se acercara a su dominio en la cocina y solía decir con altanería que nadie podría superarlo. Ernesto, sin embargo, decidió aprender observando desde la distancia, memorizando cada detalle de las recetas y técnicas que veía.
Con el tiempo, Ernesto notó una debilidad en el chef. Aunque era talentoso, el chef no era responsable. Llegaba tarde, faltaba al trabajo con frecuencia y, en ocasiones, se presentaba bajo los efectos del alcohol. Ernesto aprovechó esas oportunidades para observar más de cerca y aprender lo que pudiera.
Un día, el chef no se presentó a trabajar y el dueño del restaurante estaba de viaje. La dueña, desesperada por no tener a nadie que pudiera cubrir el puesto del chef, entró en la cocina y miró a Ernesto fijamente. Con determinación en sus ojos, le preguntó si sabía cocinar. Ernesto, aunque nervioso, aceptó el desafío.
Ese día, Ernesto se organizó rápidamente y puso manos a la obra. A medida que llegaban las comandas, sus nervios se transformaron en concentración y determinación. Aunque hubo algunos tropiezos y retrasos, el servicio del día fue un éxito. Los clientes disfrutaron de los platillos, y la dueña quedó impresionada.
Al final de la jornada, la dueña entró a la cocina y felicitó a Ernesto. Le ofreció el puesto de chef, pues había demostrado ser capaz y responsable. Ernesto aceptó con gratitud y humildad, recordando siempre la lección que aprendió de su experiencia: nadie es indispensable.
Durante muchos años, Ernesto trabajó como chef en aquel restaurante, mejorando sus habilidades y compartiendo su conocimiento con los nuevos empleados. Su dedicación y compromiso lo llevaron a ser respetado y admirado por todos.
La historia de Ernesto se convirtió en un ejemplo para muchos. Enseñó que, aunque la experiencia y el talento son valiosos, la responsabilidad y la humildad son igualmente importantes. Nadie debe confiarse y descuidar su trabajo, creyendo que es irremplazable. Siempre habrá alguien dispuesto a aprender y a mejorar, listo para aprovechar las oportunidades que se presenten.
Y así, el pequeño restaurante continuó prosperando, gracias a la pasión y dedicación de Ernesto, quien nunca dejó de aprender y crecer, recordando siempre las palabras que marcaron su vida: “No creas que tu experiencia te hace irremplazable; siempre habrá alguien detrás de ti, listo para hacer lo que tú haces aún mejor.”