CAAZAPÁ (enviado especial) La desaparición de Patricio Ojeda conmocionó a todo el pueblo de Santa Maria, distrito de General Higinio Morinigo, se perdió sin dejar rastro. Todos sus familiares estaban angustiados y desesperados, los vecinos se interrogaban ¿Qué le habría pasado? ¿Estaría vivo o muerto? ¿Lo encontrarían algún día?
Patricio había salido a buscar mandioca, como hacía casi todos los días, le encantaba trabajar la tierra, cuidar sus plantas, cosechar sus frutos. Era un hombre sencillo, humilde, honesto. Un hombre de fe, que confiaba en Dios y en su abuela.
Su abuela había sido su ángel de la guarda. Ella le había enseñado a vivir en armonía con la naturaleza, a respetar a los demás, y a tener esperanza. Patricio sentía una conexión especial con su abuela, incluso después de que ella falleciera hace unos años. A veces, le hablaba en voz baja, como si ella pudiera escucharle. Y otras veces, le parecía ver su sombra o su reflejo en algún lugar.
Pero lo que le pasó el día de su desaparición fue algo que nunca había imaginado. Al llegar a la zona donde había plantado la mandioca, se puso a trabajar con su machete, cortando las raíces y metiéndolas en su bolsa. Estaba tan concentrado en su tarea, que no se dio cuenta de que alguien se acercaba por detrás.
De repente, sintió una mano fría que le tocaba el hombro. Se sobresaltó, y se giró rápidamente. Lo que vio le dejó sin aliento. Era su abuela, tal y como la recordaba, con su vestido floreado, su pelo canoso, y su sonrisa dulce.
Patricio se quedó paralizado, sin poder creer lo que veía. ¿Era un sueño, una alucinación, o una realidad? ¿Qué quería su abuela de él? ¿Venía a darle un mensaje, a advertirle de algo, o a llevarle con ella?
Según relató Patricio su abuela le miró fijamente, y le dijo en guaraní con una voz suave:
– Patricio, mi querido nieto, te he echado mucho de menos. He venido a verte, porque quiero que me acompañes. Patricio sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. No sabía qué hacer, ni qué decir. Por un lado, amaba a su abuela, y le gustaría estar con ella. Por otro lado, también amaba a su familia, y no quería dejarla. Estaba confundido, asustado, tentado.
Su abuela le extendió la mano, y le dijo:
– Vamos, Patricio, no tengas miedo. Yo te cuidaré, yo te guiaré. Solo tienes que seguirme, y todo será maravilloso. Confía en mí, Patricio, confía en tu abuela.
Patricio vaciló, pero finalmente tomó la mano de su abuela. Era fría, pero también familiar.
Patricio se dejó llevar por ella, y caminó hacia el bosque. No se dio cuenta de que dejaba atrás su bolsa de mandioca, su machete, y su chacra. Tampoco se dio cuenta de que el cielo se oscurecía, y el viento soplaba con fuerza. Solo tenía ojos para su abuela, que le llevaba de la mano, y le hablaba con dulzura.
Así empezó el viaje de Patricio a la casa de su abuela, dónde creció. Un viaje que duró varios días, y que lo llevó por lugares desconocidos, extraños, y peligrosos. Un viaje que lo alejó de su familia, de su pueblo, y de su vida. Un viaje que casi le cuesta la vida.
Pero Patricio no estaba solo en ese viaje. Su familia y sus vecinos no se resignaron a perderlo, y se organizaron para buscarlo. Formaron grupos, y recorrieron el campo, el bosque, y los alrededores. Preguntaron a todos los que se cruzaban, y siguieron todas las pistas que encontraban, visitaron a un vidente quien les dijo dónde podría estar. No se rindieron, ni perdieron la fe.
Y al final, su esfuerzo tuvo su recompensa. Uno de los grupos de búsqueda, encabezado por su hermano llegó hasta Pindoyú, un pueblo a unos 8 km de distancia. Allí encontraron a Patricio. Estaba con la mirada perdida, y el cuerpo débil. Estaba sucio, deshidratado, y hambriento. Pero estaba vivo.
Cuando vio a su familia, Patricio se emocionó, y rompió a llorar. No podía creer que lo hubieran encontrado, que lo hubieran salvado. Les abrazó, les besó, les dio las gracias. Les contó lo que le había pasado, lo que había visto, lo que había vivido. Les dijo que su abuela se le había aparecido, y que lo había llevado. Les dijo que había estado a punto de morir, pero que algo lo había hecho volver. Les dijo que había escuchado una voz, que le había dicho que todavía no era su hora, que tenía que regresar con su familia. Les dijo que esa voz era la de Dios.
Su familia lo escuchó con asombro, con incredulidad, con compasión. No sabían si creerle o no, si había sido un milagro o una locura. Pero lo que sí sabían era que lo querían, y que estaban felices de que estuviera con ellos. Lo llevaron al hospital, donde lo atendieron y lo curaron. Luego lo llevaron a su casa, donde lo recibieron con alegría y alivio. Lo cuidaron, lo mimaron, y lo ayudaron a recuperarse.
Patricio Ojeda había vivido algo que podíamos llamarlo como sobrenatural. Algo que lo había acercado al otro mundo, pero que también lo había alejado de este. Algo que le había dado una nueva perspectiva, pero que también le había quitado una parte de sí mismo. Algo que le había mostrado el amor de su abuela, pero que también le había hecho sufrir a su familia. Algo que nunca olvidaría, y que nunca entendería.